La irresistible atracción hacia lo dulce… y lo rentable

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Ay, nuestra innegable afición a lo dulce… Es algo totalmente ajeno al verdadero carnívoro, pero típico del primate. También a los humanos nos cuesta despreciar «lo dulce». A pesar de nuestra fuerte tendencia carnívora, nuestro linaje simiesco se manifiesta en la predilección por sustancias particularmente azucaradas. Tenemos tiendas de dulces, pero no de agrios. La misma atracción tiene lugar con algunas franquicias, que en sus «cantos de sirena» prometen altas rentabilidades y jugosos beneficios, cuando apenas acaban de ser creadas, o no tienen aún más que un par de establecimientos, o se dedican a un negocio caduco o con los días contados, o…


Después de una comida fuerte no podemos evitar esta atracción. Solemos terminar con una compleja serie de sabores dulces, para que sea este gusto el más duradero. Y es todavía más significativo que, cuando ocasionalmente tomamos algo entre horas (y aquí volvemos, aunque en pequeña escala, al antiguo hábito de los primates), casi siempre escojamos sustancias dulces, como caramelo, chocolate, helados o bebidas azucaradas.

Una atracción irresistible

Tan fuerte es esta tendencia, que puede acarrearnos dificultades. La cuestión es que la sustancia alimenticia posee dos elementos que la hacen atractiva para nosotros: su valor nutritivo y su paladar. En los productos naturales, estos dos factores se dan la mano; en cambio, pueden hallarse separados en los alimentos producidos artificialmente, lo que puede ser peligroso. Sustancias comestibles sin ningún valor desde el punto de vista alimenticio, pueden convertirse en sumamente atractivas con sólo añadirles una gran cantidad de dulzor artificial. Lo mismo que esas cadenas de franquicia que se sacan de la mano esas consultorías que todos conocemos

Si despiertan nuestra vieja debilidad de primates, con su sabor «superdulce», nos vemos expuestos a atiborrarnos de ellos, dejando poco sitio para lo demás y rompiendo el equilibrio de nuestro dieta. La sabrosa preparación de sus comidas –mucho más ricas que en su estado natural– hace que éstas resulten mucho más apetitosas, con lo cual se estimula excesivamente la reacción del individuo. Como resultado de ello, se produce, en muchas ocasiones, una gordura nada saludable.

Luchar contra ello

Para contrarrestarla, se inventan toda clase de regímenes dietéticos. Se prescribe a los «pacientes» de éstos comer unas cosas sí y otras no, suprimir tales o cuales alimentos o realizar diversos ejercicios. Desgraciadamente, el problema no tiene más que una solución: comer menos. Es un método eficacísimo, pero como el sujeto sigue rodeado de señales excesivamente apetitosas le resulta difícil mantener el tratamiento durante un tiempo considerable.

El individuo «superpesado» se halla, además, expuesto a otra complicación. La que nos lleva a los humanos a realizar acciones triviales e insignificantes como desahogo en momentos de tensión: fumar compulsivamente, comer porque sí, medicarse al buen tuntún…

Ojalá existiese un medicamento para aclarar las entendederas del inversor en franquicia, de modo que pudiese ver claro cuándo está ante un concepto por el que merezca la pena apostar, y cuándo tiene ante sus narices una suerte de negocio piramidal o simplemente una fachada de cartón-piedra tras la cual se esconde un cobro compulsivo de cánones de entrada a cambio de muy poco o sencillamente de nada.

Atracción por los beneficios

El emprendedor atraído por las supuestas excelencias de la franquicia se ve a menudo obligado a elegir entre no menos de una veintena de enseñas en cada sector. Si la legislación fuese un poco más restrictiva –como sucede en el «patio de los mayores»: Gran Bretaña, Francia, Alemania…– y las autoridades competentes ejerciesen esa labor de vigilancia que se les presupone, como el valor al militar, no estaríamos más que antes media docena, si cabe, de enseñas operativas y fiables en cada actividad. Y habría muchos menos establecimientos cerrados a los pocos meses de inaugurar.

Evitemos que el simpático dibujo de los creadores de Los Simpson, que ilustra esta entrada, «evolucione» un paso más, y se vea a un Homer con los bolsillos del pantalón vueltos hacia fuera. Es decir, arruinado por haber apostado por una franquicia falsamente rentable.

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