Vitaldent, Ernesto Colman y la franquicia

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¿Qué quieren? A mí esto que ha sucedido con Vitaldent, Ernesto Colman y –otra vez– la carretilla de mierda que algunos intentan arrojar sobre la franquicia me tiene un poco harto. Cuando un tipo de esos de baja estofa, que a veces están al frente de un banco, hace de las suyas, no hay tertulianos que demonicen el sistema financiero. Y si pescan al padre de un Messi o al de un Neymar trapicheando con la ficha de su vástago, a nadie se le ocurre pedir que prohíban el fútbol. ¿Por qué entonces, si el fundador de una cadena de franquicias, que hasta hace poco era un ejemplo de buen hacer, tiene delirios de grandeza, le da a algunos por apuntar con el dedo a una fórmula de colaboración empresarial que tiene millones de buenas prácticas en todo el mundo?

Hablando de Ernesto Colman y de sus presuntos excesos, pocos personajes del mundo del chanchullo, la trampa y el engaño parecen haber estado a su altura. A mí me recuerda a otro personaje curioso, que fue conocido como el rey de los timadores: Victor Lustig (1890-1947). Hablaba cinco idiomas, tenía medio centenar de alias y fue detenido en Estados Unidos en al menos otro medio centenar de ocasiones. Además, a los 19 años, un novio celoso le cortó la cara de un navajazo, por lo que lucía una cicatriz desde el ojo izquierdo hasta la oreja.

Lustig nació en lo que hoy es la República Checa en enero de 1890. Poseía un carisma sorprendente y una sonrisa irresistible. Siendo aún joven, abandonó su país y se dedicó a estafar a los viajeros que iban en barco a Nueva York, a quienes ofrecía una máquina que imprimía en papel blanco billetes de 100 dólares. Según les confesaba, la única pega que tenía era que sólo sacaba un billete cada seis horas. Los incautos echaban cuentas y enseguida estaban dispuestos a pagar miles de dólares por el maravilloso artilugio. Las 12 primeras horas, el aparato producía dos billetes de 100 dólares, pero luego sólo salía papel en blanco porque en su interior no había más billetes. Cuando los estafados se daban cuenta del engaño, Lustig ya no estaba a su alcance.

Tras el receso de los viajes transatlánticos provocado por la Primera Guerra Mundial, en 1925 el gran timador regresó a París y enseguida se enteró de los problemas de la ciudad con los gastos de mantenimiento de la Torre Eiffel, así que urdió un plan para sacar una suculenta tajada: se hizo pasar por subdirector del Ministerio de Correos y Telégrafos y convocó a seis industriales chatarreros a una reunión confidencial en el Hotel Crillon, uno de los más prestigiosos de la capital gala. Dijo al grupo que el mantenimiento de la Torre Eiffel no se podía mantener por más tiempo, por lo que querían vender las 7.000 toneladas de hierro como chatarra. De entre ellos iba a salir el que ganase la concesión del negocio. Lustig les llevó a la torre en una limusina alquilada, les solicitó ofertas para el día siguiente y les recordó que el asunto era un secreto de Estado. El ganador –previo soborno a Lustig– fue un tal André Poisson. Pero Victor ya había escapado con el dinero a Viena, donde vivió a cuerpo de rey unos años.

Una década después, Lustig convenció al mismísimo Al Capone para realizar un negocio: una supuesta (aunque falsa) estafa, que le reportaría un beneficio de 40.000 dólares en sesenta días. Lejos de gastarse el dinero que le entregó el peligroso delincuente, lo guardó en un banco durante dos meses, pasados los cuales se embolsó los intereses y devolvió el capital a Capone, junto a una falsa nota de disculpa en la que comentaba que el negocio había fallado. Al Capone, sorprendido por la “integridad” de su nuevo socio, le envió la suma de 5.000 dólares en agradecimiento por no haber escapado con el dinero. Así, Lustig no sólo se ganó el respeto de uno de los mayores mafiosos –lo que en aquellos tiempos significaba mucho), sino que además lo estafó.

Algunos años después, Lustig fue atrapado en una de sus estafas y enviado a Alcatraz, donde, como era de suponer, se las ingenió para vivir como un obispo hasta su muerte, el 9 de marzo de 1947.

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